He llegado a la edad en que no son las madres de mis amigas las que reciben el diagnóstico de cáncer de mama, sino que son las mujeres de mi generación, mujeres que quiero, mujeres de mi vida las que de pronto se enfrentan con este anuncio en sus vidas.
Ayer fui al centro de radiología e imagen a practicarme la mamografía y el eco mamario que, me gustaría decir, me hago cada año. Lo cierto es que no, que hasta hace poco no había sido constante en mis chequeos ginecológicos porque sentía un miedo profundo a la enfermedad. Mi madre murió de cáncer a sus 42 años. Por las ramas de mi árbol genealógico corre el cáncer de mama como un integrante más, huidizo, a la sombra, listo para aparecer cuando menos te lo esperes. La ironía es que en mi caso, quizá lo estuve esperando siempre con cada advertencia de las ginecólogas sobre mis altas probabilidades, pero prefería no saber. Durante muchos años me dediqué a temerle y me realizaba los estudios correspondientes sólo cuando había pasado tanto tiempo que comenzaba a asustarme aún más la idea de un diagnóstico tardío.
Mientras esperaba mi turno en la sala de espera con sillones de vinipiel color café y una enorme televisión con algún documental de National Geographic de fondo, me sorprendió algo que jamás había sentido en la víspera de los exámenes: la confianza había tomado el lugar del miedo. Entre la lectura del libro que traía en la bolsa, Trece latas de atún de Amandititita, y la atención discreta pero minuciosa que les prodigaba a las personas que entraban y salían, tuve tiempo para observarme con asombro. Creo que nunca me había sentido tan tranquila en este sitio. De tan acostumbrada que había estado por años a la aprensión, había dejado de preguntarme si acaso con el tiempo ésta hubiese menguado aunque fuera un poco.
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